Por Rubén Chababo
Nunca como en estas primeras décadas del nuevo milenio, tantas personas han sido obligadas a abandonar sus lugares de pertenencia en busca de un horizonte más amable que aquel que dejan atrás, cargado de guerras, exterminios, persecuciones ideológicas o tantas otras calamidades que ponen sus vidas en el corazón del riesgo.
Más de 80 millones de hombres y mujeres deambulan hoy por el mundo huyendo de alguna catástrofe, de algún abuso inclemente del poder, de alguna guerra cuya razón tantas veces desconocen. Salen de China, de Cuba, de Venezuela o Colombia, de Siria o Palestina, huyen de Nepal y Rusia, de Ucrania y Haití, y de tantos otros lugares más. Son muchos, son tantos los países donde vivir es sinónimo de soportar una vida expuesta a la arbitrariedad del poder, donde ser encarcelado y morir en una prisión es el destino seguro si se enuncia un juicio disidente.
No hay nadie más invisible que los refugiados. No portan ningún rasgo en su cuerpo que los diferencie a primera vista cuando se cruzan con nosotros en las calles de nuestras ciudades. Incluso muchas personas los confunden con meros migrantes y hasta con turistas por su condición de extranjeros. Y tantas veces solo se conoce la dimensión de la desesperación que los habita cuando se les pregunta de dónde vienen y por qué han decidido salir de sus patrias de origen. Son lo más parecido a fantasmas, almas aferradas a un papel provisorio, a un sello difuso que les fue estampado en la página de un documento cuando cruzaron la frontera en la noche, almas condenadas a esperar que el peligro o la amenaza acaben para entonces sí poder pensar en retornar a la comarca dejada alguna vez allá lejos, sin saber si para siempre.
Los refugiados no necesariamente tienen refugio. Lo buscan, deambulando desesperadamente por pasillos oficiales, haciendo largas filas frente a las puertas de despachos, consulados y embajadas, lugares donde balbucean su reclamo en lenguas tantas veces incomprensibles para los habitantes de las ciudades de acogida, intentando que se comprenda, que se entienda, que ellos nunca eligieron venir adonde ahora están, que nunca imaginaron abandonar abruptamente sus hogares, sino que han sido injustamente expulsados de la tierra que por derecho propio les pertenece.
¿Qué es un refugiado sino un alma agrietada por la melancolía de la tierra abandonada? ¿Qué es un refugiado sino el símbolo o la metáfora de un tiempo en el que la arrogancia de los poderosos no cesa de construir huidos y dolidos alrededor del mundo?¿Cuándo llegará el momento en que cabalmente se comprenda que a todos, absolutamente a todos los hombres y mujeres que habitamos este mundo, nos asiste el pleno derecho a vivir y seguir viviendo bajo el cielo que nos vio nacer y a habitar en la lengua en que hemos sido paridos por nuestros padres, sin temor a tener que abandonar ni cielo ni lengua?
Stefen Szweig, que hace ya casi cien años atrás debió huir de Europa para salvar su vida amenazada por el Tercer Reich, escribió en sus memorias “el alma del perseguido es como una llama que intenta mantenerse viva en medio de una tormenta. Cada segundo que logra permanecer encendida, es un segundo ganado, no solo a la muerte sino también al imperio de lo injusto”.
Cada refugiado es como esa llama que resiste en el corazón de la tormenta.
Es nuestra tarea, como hombres y mujeres solidarios, evitar que el viento impiadoso, apague el calor y la luz de ese fuego.